Recursos hídricos en el Campo de Cartagena: su oeste
Juan Diego Celdrán Madrid
Diferenciaba Federico García Lorca en su concepción del mundo rural a los pueblos de pozo y los pueblos de río, dándole a los primeros la tragedia y el poso de los sentimientos frustrados, “agua que no desemboca”. La imagen del pozo y el aljibe le recordaban accidentes, fallecimientos, pero también eran la metáfora perfecta para el cante jondo, para ese agua que nutre y se enraíza en el pueblo, que permanece oculta como un aliento de vida. Así vive el secano cartagenero su relación con el agua: entre una mezcla de fatalismo y valioso tesoro. El Campo de Cartagena en su vasta extensión no muestra al caminante un tejido de acequias, ni afluentes. Cualquier cosa que se parezca a un río tiene en el nombre de la rambla un joyero vacío. Pero un joyero.
Al igual que la minería, el preciado material o bien surge de las profundidades o bien se trasiega y tamiza entre pedrizas y pillaguas para conservarlo a buen recaudo.
Si bien el paisaje que hoy hallamos entre Mazarrón y Cartagena, demorándose hasta las zonas limítrofes costeras de Alicante, es a primera vista árido, esconde un pasado de gestión hidráulica que la capital militar de Cartagena envidiaba. Son numerosas las referencias históricas que hablan de la necesidad del agua en la ciudad portuaria. Ya en el siglo XVI la falta de este recurso arriesgó la permanencia de las Galeras Reales en la ciudad y comenzó un proceso de construcción de nuevas instalaciones y reconstrucción de las antiguas para el acceso de agua hasta intramuros. Fuente Cubas fue la apuesta de la gobernación militar y civil para llevar el agua tan necesaria, unas obras que ya habían sido utilizadas desde tiempos romanos y reforzadas durante la presencia árabe en la ciudad. Conservado en la toponimia y en algunos elementos arquitectónicos como respiraderos y balsas, se suman a estos las canalizaciones que en el este encauzaban el agua del Manantial San Juan en la zona del actual barrio de Santa Lucía. Dichas obras se alargaron hasta el siglo XVIII con un escaso caudal que se custodiaba en galerías subterráneas y pozos de registro. Durante el siglo XVII se siguieron contadas peticiones militares, civiles e incluso eclesiásticas para dar con una solución rentable a los problemas hídricos que afectaban en la construcción naval, el abastecimiento y la higiene. Una situación deficitaria que continúa hasta prácticamente el siglo XIX, donde ya se proyectan trasvases fluviales de otras provincias. Este estudio histórico puede leerse en Bernabé Crespo, M. B.; Gómez Espín, J. M. (2015). El abastecimiento de agua a Cartagena en Cuadernos Geográficos.
Aunque se supone con similares registros hídricos, Cartagho Nova dedicaba un espacio predominante al uso del agua con su Castellum Aquae, junto al Molinete, que abastecía las Termas, la industria y algunas fuentes, a través de tuberías de plomo y sistemas de presión, mientras que todos los hogares contaban con depósitos de lluvia.
Pero dejemos la capital a un lado.
No hace falta volver hasta los romanos para vislumbrar otra Cartagena, la del oeste. Campo Nubla, Los Puertos, Galifa, Las Balsicas…poblaciones que nos hablan de otra geografía, la de encañizadas, pequeños valles, manantiales, etc. Entramado por las tres grandes ramblas:
El Portús (entre el Roldán y La Muela),
El Cañar (bajo Peñas Blancas, punto más alto del municipio)
y la de Valdelentisco (a la falda de la Sierra del Agarrobo).
Provocan estaciones más húmedas y un historial de producción hortofrutícola y aprovechamiento intenso del territorio.
-Balsas romanas pueblan todas las localidades colindantes, ya fuera para el curtido del esparto, los salazones o el uso humano, pero no se ha podido atestiguar uno u otro uso. Las de Galifa y El Portús así se mantienen en la actualidad, y así se atestigua en el topónimo de Balsapintada o Las Balsicas.
-Norias de sangre que extraían agua subterránea con la ayuda de bestias salpican, no solo los márgenes de las ramblas sino cualquier zona necesitada de riego o abastecimiento. Restaurada y con demostración en vivo puede disfrutarse la que se encuentra anexa al Museo Etnográfico del Campo de Cartagena en Los Puertos de Santa Bárbara.
-Sistemas de riego para huertos de cítricos que se valían de manantiales como los del paraje de los Mínguez en El Cañar, y otros cultivos de gran productividad local como fueron el garbanzo y los cereales desde la antigüedad o los pésoles (guisantes) hasta los años 70.
-Y por supuesto aljibes y pozos, privados o comunales, que atestiguan la fortuna de caseríos de secano, como los restaurados del Campillo de Adentro y Perín.
-Caso aparte refieren los pozos o galerías de los que en la rambla de Fuente Álamo se hacía uso y de donde se infiere un cuidado del agua que derivó en rutas comerciales y ganaderas, con el consiguiente progreso de esta población. También se pueden ver a día de hoy, aunque deteriorados, a los lados de la rambla del Cañar.
Es en el oeste cartagenero donde se mantiene la ligazón más vívida con el agua, se manifiesta así en nuestra historia lejana con los yacimientos arqueológicos, que nunca fueron abandonados, solamente reconstituidos como memoria del uso contínuo de la misma técnica romana y árabe. Recogemos de todas las culturas que transitaron por la zona el conocimiento de las nubes y los acuíferos: se pronuncia en el catalán de los repobladores “si la Candelaria plora, l’invierno fora (o flora)” estableciendo patrones entre las estaciones y los sucesos meteorológicos. También aún existen personas “con gracia” que actúan como zahoríes sin herramienta, que indican el lugar idóneo para cavar un pozo según sus sensaciones, como dolor de cabeza.
Dentro de este misticismo se imbrica la religiosidad, en el sincretismo de nuestra cultura con la naturaleza y la religión cristiana. Dos vírgenes amparan los dos manantiales aún en curso, la Virgen de la Luz y la Virgen de la Muela.
A ambas se les atribuye el afluente sobrenatural de sus manantiales, su protección y la de sus gentes, ligada también a la petición de construcción de una ermita para su advocación. En la actualidad, tanto para El Cañar como para La Muela, la demografía y costumbres han cambiado determinantemente la zona, y lo que queda reflejado como ermita y caseríos se ha ido degradando hasta el abandono, manteniendo la festividad de una romería como eslabón de esta religiosidad y el disfrute de las aguas que de sus “chorricos” manan. Sigue comportándose así sin quererlo la sociedad rural y sus visitantes agradecidos por el agua cristalina que allí se disfruta.
En el paraje del Rincón de Sumiedo, punto de paso hacia El Cañar, la cuadrilla de pascua reservaba un estribillo para cuando se cantaban al aire libre los aguilandos:
ángeles bajar y ver
los campos llenos de agua
los sementeros crecer.
En un ejercicio de asimilación antropológica debemos citar los descubrimientos de Gregorio Rabal Saura que cataloga en la sierra cercana de “El Pericón” unos petroglifos neolíticos en la cima de los cabezos. Sin aventurarnos más que el propio autor, las formas ovaladas y canalizadas que dejaron talladas en la piedra representarían una relación trascendental con el cielo y, probablemente, con la lluvia. Simplemente llamarían a otros ángeles para que no faltara el agua en los montes.
La honda relación del oeste de Cartagena con sus buenas aguas no se queda en la etiqueta de lo rural-religioso, cumplió también con el progreso, aunque en buena parte supusiera un esquilme. En el último cuarto del siglo XIX junto con las compañías mineras, se establecen en la zona industrias de extracción y canalización de los manantiales para suplir la ya citada escasez en la capital.
Surgen varias compañías que trabajan en la zona: Agua de los Cartageneros, Aguas de Santa Bárbara, Compañía inglesa. En 1887 se captaba el agua de la fuente de Santa Bárbara (en Los Puertos), y era conducida por una galería de mil metros a la que se unía otra transversal de trescientos metros hasta Molinos Marfagones, donde volvían a lanzarse para almacenarse en las cercanías de las Puertas de Madrid. A partir de 1889 se fusionan en la Compañía de los ingleses y es de esta última cuando se promociona mayor cantidad de instalaciones y metros cúbicos.
A día de hoy dos rutas senderistas con marcado carácter etnográfico nos guían por la técnica de esta época; son los Senderos del Agua de Perín y Galifa.
Desde Perín hacia el sur, se recorre desde el pozo y la balsa comunal a la Rambla de los Balbastres, en este lugar se encuentran tres importantes manantiales de donde se recogía el agua, uno en la misma rambla y otros dos en Los Jarales y Las Casas de la Fuente. Era canalizada hasta el depósito de Juan Paca y de allí a la Corona. En esta pequeña localdiad aún se puede ver el Huerto del inglés, en referencia a la compañía extractora, con un castillo neomedieval en piedra donde tenían la sede. La Casa de las Aguas, hoy reconvertida con el mismo nombre en salón de celebraciones, la reconducía hacia Molinos Marfagones y de allí a la ciudad en el Monte Sacro.
Paralizado por la Guerra Civil, llegó en 1945 el gran proyecto de gestión hídrica del territorio: El agua del Taibilla. Atravesando el oeste, su huella más sobresaliente y de impacto paisajístico es el Acueducto de Perín, donde llegó el agua el día 20 de abril a las 20,00, para, dos días después, darle paso hacia el depósito de Tentegorra. Se había cumplido la pírrica promesa del abastecimiento de la ciudad y así se celebró con la inauguración de la fuente de la Alameda de San Antón el 17 de mayo de 1945, rodeada de cartageneros emocionados.
Menos sentimiento festivo vivieron los ya escasos pobladores de la zona más poniente, El Cañar y Valdelentisco, donde a partir de los años 70 el suelo comenzó a pincharse con pozos eléctricos para el suministro de los invernaderos de la costa de Mazarrón y La Azohía.
Debemos mirar hacia atrás para ver el agua pasada por todo el oeste cartagenero, pero su territorio no la olvida. El regadío y sus prácticas intensivas siguen fulminando el interior de una tierra drenada y amenazando en el exterior el paisaje de almendros y monte bajo. Ya no quedan grandes huertos, ni en las balsas rebosa el agua, y no obstante los manantiales siguen brotando con su “chorrico”. Nosotros continuamos guardando las ramblas para cuando vuelve el agua. Fue y es su camino, un camino que ahora recorremos en romería o como senderistas, ajeno al cuidado y el mimo que cada gota significaba. Los aljibes y pozos son hoy los centinelas de esa memoria del agua, que nos recuerdan que bajo ellos hubo una vida que sigue existiendo, calla y frustrada como un drama teatral.